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lunes, 20 de julio de 2009

Imprudencia vial

Según trascendió la semana pasada a partir de un relevamiento hecho por la Defensoría del Pueblo porteña, el 44,8 por ciento de las víctimas en accidentes de tránsito son los peatones, ya sea por no mirar los semáforos, cruzar en rojo o atravesar la calle en la mitad y no donde lo indica la senda.

El dato revela la importancia de que la educación vial no sólo competa a quienes sacan el registro de conducir, sino que también forme parte de los programas escolares para que todos sepan comprender y respetar las normas de tránsito. De hecho, el año pasado con mi colega Sol entrevistamos a Pablo Martínez Carignano, director de Seguridad Vial del Gobierno porteño, que nos dio su completo acuerdo al respecto pero alegó que no existe la voluntad política para ejecutar un plan de seguridad vial extendido a las escuelas.

Ahora si la educación vial es un pilar fundamental, la adecuada infraestructura y señalización en las calles es el marco. Quiso el destino al azar que el miércoles y hoy pasara por la estación de Constitución, zona en la que -de acuerdo con el citado estudio- hubo mayor cantidad de accidentes con peatones involucrados.

Tanto el miércoles como hoy, los semáforos peatonales para cruzar desde las dársenas de los colectivos a la estación no funcionaban. Sí andaban los de tránsito, pero era imposible saber si estaba por cambiar la luz, o si estaba en rojo o en verde. La mayoría de los peatones, desorientados, terminaron cruzando la calle a las corridas con los colectivos que les pisaban los talones o, en su defecto, les volaba las pelucas.
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jueves, 9 de julio de 2009

De gripes y gente loca

En estos días de tanta paranoia colectiva, un simple estornudo puede ser sinónimo de exclusión social.
Sin ir más lejos, casi todos los días arriba del bondi, camino al trabajo, me vi aislada por sonarme la nariz. Tenía ganas de gritarles: "¡Gente, tengo alergia (a los giles y al polvo)! ¡El smog del colectivo y ustedes me ponen así, no es porcina!". Pero, claro, no hubiera cambiado nada.
Además, se puede sacar cierto provecho al respecto, como toser de una forma fulminante -aunque finjida- para conseguir antes un lugar en el que sentarse.
La semana pasada, a la vuelta del trabajo en esta ocasión, subí a un bondi absolutamente repleto. Sólo había un asiento vacío, a pesar de la multitud de pie. Con el cansancio que tenía, le faltaba el halo de luz desde el cielo.
Era un asiento doble, así que le pedí permiso al hombre que estaba al lado del pasillo para pasar. Ahí se me cruzó que el tipo debía tener todas las toses infectosas del mundo unidas y que, por eso, más allá de ser el único espacio libre en un bondi lleno, la gente me miraba entre una mezcla de "Está loca" y ojos compasivos.
Por las dudas, abrí la ventanilla con el frío y todos los rulos al vuelo. Pero el hombre no tosió ni estornudo ni nada en ningún momento. Lo único que hizo fue pasarse todo el viaje hablando por teléfono a los gritos y gestualizaciones. Supuse que se estaba peleando con alguien a través del manos libres del celular porque cada dos segundos tiraba un insulto y agitaba las dos manos.
Cuando llegó el momento de bajarme, le pedí que me dejara pasar. Fue ahí que me di cuenta de que el hombre ¡no tenía absolutamente nada en sus orejas!
Sé que no soy la única -en estos tiempos modernos- a la que le cuesta distinguir si un hombre que habla solo por la calle está loco o usa el talk del teléfono, pero de ahí a viajar una hora al lado de un loquito hay un salto importante. Juro que temí por mi vida más que si viajaba con un engripado. Para la próxima, ya sé que tengo que estar atenta a los lugares vacíos...

Foto: Diario La Capital
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