El haber terminado antes el parcial me arrojó a una Buenos Aires recién levantada y en vísperas de caótica. Era la hora pico en la que colapsan todos los medios de transportes y justo se me ocurrió ir a tomar el subte.
Obviamente estaba repleto, así que después de dejar pasar como cinco, pude hacerme un lugar entre empujones de los de afuera, la resistencia de los de adentro, puteadas y pateadas.
De alguna forma, con los movimientos de la gente desesperada para bajarse, terminé sentada y con el diario que me regalaron en la facultad abierto de par en par, mientras las personas se seguían comprimiendo para que todos pudieran entrar.
Entre la lectura del diario y la vista privilegiada a semejante espectáculo, no me di cuenta que la siguiente parada era la mía. Para cuando reaccioné, ya estaba llegando y yo seguía en el medio del vagón muy lejos de ambas puertas.
En su momento, fue la histeria. Me levanté nerviosa porque se me pasaba la estación. Desde luego que no hubiera sido el fin del mundo. Si me bajaba en la otra sólo tenía que caminar tres cuadras. Pero yo me quería bajar ahí. Le pedí permiso a una mina. Un "Carlitos" en el léxico de mi mamá. Debía medir 1.80 metros y tendría la espalda del tamaño de un patovica.
"¿Esta es tu estación?", me preguntó. Le asentí con la cabeza en un gesto medio desesperado. "Bueno, no te preocupes, que salir vamos a salir. Yo también me bajo acá", me dijo. "Vamos a salir", repitió como si se tratara de una cuestión de vida o muerte.
Los carteles rojos aparecían por la ventana. La mujer empezó a gritar: "¡¡Permiso!! ¡¡Permiso!!" mientras apartaba a la gente a lo fuerza bruta; otros, creo que se corrían solos del miedo. En menos de dos segundos, se abrió camino hasta la puerta y yo iba atrás de ella feliz y galopante.
Para la próxima, ya sé que me tengo que volver a pie o con guardaespaldas.
Sigue...
Obviamente estaba repleto, así que después de dejar pasar como cinco, pude hacerme un lugar entre empujones de los de afuera, la resistencia de los de adentro, puteadas y pateadas.
De alguna forma, con los movimientos de la gente desesperada para bajarse, terminé sentada y con el diario que me regalaron en la facultad abierto de par en par, mientras las personas se seguían comprimiendo para que todos pudieran entrar.
Entre la lectura del diario y la vista privilegiada a semejante espectáculo, no me di cuenta que la siguiente parada era la mía. Para cuando reaccioné, ya estaba llegando y yo seguía en el medio del vagón muy lejos de ambas puertas.
En su momento, fue la histeria. Me levanté nerviosa porque se me pasaba la estación. Desde luego que no hubiera sido el fin del mundo. Si me bajaba en la otra sólo tenía que caminar tres cuadras. Pero yo me quería bajar ahí. Le pedí permiso a una mina. Un "Carlitos" en el léxico de mi mamá. Debía medir 1.80 metros y tendría la espalda del tamaño de un patovica.
"¿Esta es tu estación?", me preguntó. Le asentí con la cabeza en un gesto medio desesperado. "Bueno, no te preocupes, que salir vamos a salir. Yo también me bajo acá", me dijo. "Vamos a salir", repitió como si se tratara de una cuestión de vida o muerte.
Los carteles rojos aparecían por la ventana. La mujer empezó a gritar: "¡¡Permiso!! ¡¡Permiso!!" mientras apartaba a la gente a lo fuerza bruta; otros, creo que se corrían solos del miedo. En menos de dos segundos, se abrió camino hasta la puerta y yo iba atrás de ella feliz y galopante.
Para la próxima, ya sé que me tengo que volver a pie o con guardaespaldas.