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lunes, 31 de mayo de 2010

Informe Bicentenario



Con motivo del Bicentenario, mis colegas de Politicargentina.com y yo preparamos un informe especial sobre la educación, salud, religión, medios y ejército durante estos 200 años. Éste último estuvo a mi cargo, junto con Ani Cabral.

1810-1912: Las bases de una tradición política militarizada

El Cabildo, la lluvia y el chocolate caliente. Los estandartes, el caballo blanco, algunas armas. En 1810, la destitución del monarca español Fernando VII era un hecho y, del otro lado del Atlántico, gran parte de Hispanoamérica se preparaba para dar el tiro de gracia que marcaría la separación definitiva de la Península. En Argentina, tanto como en Chile, Colombia, Venezuela y México, las milicias tuvieron un papel clave que, con el paso del tiempo, signó la nefasta tradición político-militar en el continente.





El ejército era aún controlado por los españoles en el año de la Revolución de Mayo. Aunque había focos armados en Buenos Aires y en las provincias del Interior, la flamante Primera Junta necesitaba de una fuerza militar propia que garantizara su poder y coaccionara las distintas facciones que comenzaban a surgir a lo largo de todo el Virreinato.

Los primeros militares argentinos no habían sido formados en la disciplina. Se trataba de ciudadanos corrientes que, bajo el fin de “proteger a la Patria”, habían decidido incorporarse. “Recién a partir de la llegada de José de San Martín, en marzo de 1812, los ejércitos dejaron de ser una masa entusiasta armada para transformarse en un conjunto homogéneo coordinado por soldados experimentados”, explica el historiador Daniel Balmaceda y revela en detalle: “San Martín les enseñaba de qué manera colocar el cuerpo, la cabeza, el torso, las piernas, las rodillas y las manos. Incluso, les distinguía el efecto de cada pegada para que de manera mecánica emplearan la más efectiva de acuerdo con la situación”.

Poco a poco, como señala Félix Luna en su Breve historia de los argentinos, empezó a “ponerse de moda” ser militar. Las familias de bien enviaban a sus hijos al ejército para contribuir en las luchas por la Independencia. Era un símbolo de distinción social que, a medida que se acercaba el objetivo finalmente alcanzado el 9 de julio de 1816, también se convirtió en sinónimo de poder.

Los principales líderes políticos de la época eran de extracto militar y se habían destacado en las batallas independentistas. Tal es el caso de Juan Lavalle, Juan José Paso, Manuel Belgrano, Juan José Castelli y Manuel Dorrego, sin contar al ya mencionado San Martín.

A ellos, les siguió una segunda generación, consagrada no por su intervención en la Independencia, sino por los enfrentamientos posteriores: las luchas intestinas por ver quién se quedaría con el poder político, cómo se distribuiría y qué modelo de nación se adoptaría a partir de entonces. Es el tiempo de los caudillos, de aquellos jefes locales que atraían a la población por su carisma o por su intimidación, y que cristalizaban la mentada discusión entre federales y unitarios.

Lo político y lo militar, por entonces, estaban más que aferrados de la mano. No podía pensarse el uno sin el otro. “Militarización de la política”, confirma Tulio Halperín Donghi en Historia Contemporánea de América Latina, un proceso en el que, por buscar desintegrar el ejército nacional para restarle poder a sus figuras y así evitar las crispaciones que pudieran minar a un modelo constitucionalista, sólo se consiguió la emergencia de los caudillos con milicias propias y con más fuerza que el mismo gobierno nacional. Más política militarizada.

La tensión entre un modelo proteccionista con amplia participación de las provincias en la economía y uno liberalista centrado en el puerto de Buenos Aires y orientado al comercio fue llevada a las armas. Cepeda, Rosas contra Dorrego, Rosas contra Urquiza, Caseros, la Constitución nacional en 1853, lo que parecía el cese del enfrentamiento pero al final no, Cepeda otra vez, Urquiza contra Mitre, guerras civiles seguidas de más guerras civiles.

En 1862, el político y militar Bartolomé Mitre fue electo presidente y éste se dispuso a reorganizar el ejército para enfrentar la Guerra de la Triple Alianza, en que Argentina, con Brasil y Uruguay, invadió Paraguay. Se abría así una etapa de gobernaciones nacionales de orden conservador y vinculadas, para no variar, a la tradición militar. Domingo F. Sarmiento en 1868, seguido por Nicolás Avellaneda en 1874 y el polémico Julio A. Roca, en 1880, encargado de la segunda etapa de la Conquista del Desierto, en el que se exterminaron a los pueblos originarios de la Patagonia para anexar ese terreno a la actividad ganadera.

La generación del ‘80, asociada a la oligarquía y que se inició con Roca al poder, denota la importancia de la función militar y la pertenencia a un círculo selecto para acceder a los cargos políticos. Todo esto hasta 1912, con la sanción de la ley Roque Sáenz Peña, que se aprestó para dar fin al fraude electoral y ampliar la participación ciudadana de otros sectores de la sociedad. Sin embargo, la separación entre lo militar y la política no fue sencilla.

Fuentes:
*Daniel Balmaceda, periodista e historiador, autor de Espadas y Corazones. Pequeñas delicias de héroes y villanos de la historia argentina.

*Frank Safford, Política, ideología y sociedad, en Leslie Bethell (ed.), Historia de América Latina, vol. 6, Barcelona, 2000.
*Félix Luna, Breve historia de los argentinos, Planeta, Buenos Aires, 1993.

*Tulio Halperín Donghi, Historia Contemporánea de América Latina, Alianza, Madrid, 1990.

Leé la segunda parte de esta nota y el resto del informe acá.

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