Hacia fines del año pasado, tras la asunción de la presidenta Cristina Fernández, parecía que se iban a empezar a llevar bien. Con bombos y platillos y después de cuatro años de no verse la cara, las partes anunciaban una reunión que encauzaría el diálogo. Pero, en poco menos de nueve meses, la relación entre el Gobierno kirchnerista y la Iglesia católica pasó de ser mala a pésima.

Primero, Alberto Iribarne. Para el Vaticano, era un capricho que los Kirchner quisieran ubicar a un hombre divorciado como embajador ante la Santa Sede. Para los Kirchner, era un capricho que el Vaticano rechazara a un hombre de trayectoria “intachable”.
En marzo, llegó el conflicto con los productores agropecuarios y la lluvia de críticas opositoras ante la falta de consenso. La Iglesia se subió al carro, cuestionó que el Gobierno no recibiera a los representantes del campo, le exigió “gestos de grandeza” y alertó sobre la posible fragmentación social que provocaría la contienda.
Aunque, como explica el párroco y asesor del Centro Pablo VI para la Difusión de la Doctrina Social, Agustín Espina, en ningún momento se ofreció como mediadora.
“La Conferencia Episcopal Argentina (CEA) recalcó que solo intervendría si se lo pedían, como no fue así, se limitó a auspiciar un acuerdo entre las partícipes de la disputa”, afirma.
La Iglesia se invistió como órgano de presión y, por si no alcanzara, en el medio saltó el obispo de San Isidro y presidente de la Comisión de Pastoral Social del Episcopado, monseñor Jorge Casaretto, a decir que había más pobres que los que declaraban las cifras oficiales y que una prueba fehaciente de ello era que en las sedes de Cáritas cada vez iban más personas a pedir comida.

Sin embargo, más allá de haber tomado partida en varias cuestiones políticas de este año, la Iglesia ha dejado de ocupar un lugar de referencia para el gobierno de turno, como en otras etapas históricas de la Argentina.
Según el padre Espina, la Iglesia no dejó de ser un actor político sino que sufrió un corrimiento de su rol tradicional en el ámbito político-social a partir de la gestión de Néstor Kirchner, comenzada en 2003, ya que el ex presidente no quería mostrarse con el Episcopado.
“Antes tenía un fuerte arraigo en la sociedad y cumplía un papel de mediadora. Hoy la Iglesia convoca a los fieles y laicos trabajando desde las bases, no desde las cúpulas como solía hacerlo”, sostiene.
Por otra parte, Espina aclara que la Iglesia no constituye una oposición al Gobierno. “Al ser autoritario, ve a toda voz disonante como contraria, pero no es así”, advierte.
Poco coincide con esta postura Horacio Verbitsky, periodista y autor del libro Cristo Vence, que cuenta los vínculos entre el poder eclesiástico y el político. “El Episcopado acusa a los Kirchner de ser autoritarios cuando chocan porque unos pugnan por un Estado católico y otros, por uno laico. Además, no hay gobierno más autoritario que el de la Iglesia católica, en el que quien manda es elegido sólo por cien personas”, replica.

Para sostenerse, Verbitsky cita un episodio de la historia argentina que demuestran que las relaciones entre la Iglesia y el poder político distan de ser armoniosas. “En 1884, fue el primer conflicto importante cuando el entonces presidente Julio Roca expulsó al delegado papal Luis Mattera por entrometerse en asuntos del Estado”, ejemplifica.
En ese mismo período, el Registro Civil y la educación primaria dejaron de ser materia de la Iglesia católica y pasaron a ser controlados por el Gobierno. Durante la segunda presidencia de Juan Perón, en 1951, sucedió algo similar aunque a modo de castigo al Episcopado. Perón y el obispado competían por el estandarte de justicia social que solía cargar la Iglesia.
La cúpula eclesiástica apoyó al golpe militar de 1955, al igual que el de 1930 y 1943. La diferencia fue que, en los años siguientes, muchos padres y curas se volcaron al peronismo como forma de arrepentimiento por haber dado el visto bueno al Onganiato y sus consecuentes asesinatos y persecuciones.
El gobierno militar que duró de 1976 a 1983 también contó con la complicidad de la Iglesia, que guardó silencio ante las crecientes desapariciones. Recién con la vuelta de la democracia, una nueva camada de obispos se redimió y pidió disculpas. “Ahí es cuando el Episcopado empieza hablar junto a los pobres, alejándose un poco de la escena política”, puntualiza Espina.
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